2050 puede parecer muy lejano, pero ya vamos con retraso en la transición energética y recuperar el terreno perdido no será fácil. Es necesario por tanto un esfuerzo colectivo, tanto del sector público como del privado. Y no sólo a nivel empresarial, sino muy especialmente a nivel particular, donde hay mucho recorrido en concienciación ciudadana.
Sin ánimo de intentar simplificar un asunto tan complejo como la transición energética, me atrevería a decir que hay un consenso generalizado en dos palancas clave para alcanzarla: la eficiencia energética y el despliegue de renovables.
La eficiencia energética es sin duda nuestra gran asignatura pendiente. Está demostrado que podemos mejorar, y mucho. Otros países de nuestro entorno lo llevan haciendo muchos años con éxito. El consumo de energía total debe reducirse drásticamente. Tenemos que ser capaces de producir más consumiendo menos; de incrementar la actividad económica sin malgastar recursos naturales, que no sólo son escasos y por tanto caros, sino también contaminantes y además tenemos que importarlos.
La energía renovable es la otra herramienta fundamental para lograr el objetivo, por lo que está destinada a ser la tecnología clave para este cambio de paradigma. El motivo es claro, a día de hoy, parece imposible eliminar las emisiones de gases de efecto invernadero sin electrificar la economía. Esto supone previamente que la generación eléctrica sea 100% renovable y España está en una posición privilegiada para lograrlo.
La estrategia de descarbonización debe ser ambiciosa porque lograr que todos los sectores productivos completen su transición energética es un desafío enorme. Y aunque resulte poco intuitivo, aquellos intensivos en energía como el industrial, quizás no sean los más complejos, ya llevan años en la buena senda.
Sin embargo, en aquellos sectores donde el consumo de energía final es difuso, como el transporte o la edificación, la solución es mucho más compleja. Suponen un porcentaje muy importante de las emisiones totales de CO2, pero atomizadas en millones de vehículos e inmuebles. Aquí el suministro renovable jugará un papel clave, permitiendo electrificar ambos mediante el despliegue masivo de tecnologías como el coche eléctrico o las bombas de calor, respectivamente.
La crisis consecuencia de la pandemia supondrá una inyección de recursos sin precedentes en nuestra economía, y no cabe duda de que los planes de recuperación son una excelente oportunidad para acelerar la transición energética y alcanzar la neutralidad climática.
Pero como sugería al principio, la estrategia, sobre todo, debería ser inteligente. No podemos permitirnos lograr el objetivo ni a cualquier precio ni de cualquier manera… y no es evidente conseguirlo. Equivocarnos en las tecnologías seleccionadas, en el momento de su despliegue o en la política industrial asociada puede tener consecuencias graves a largo plazo, y no sólo económicas.
Está muy bien ser pioneros en sostenibilidad, pero seamos conscientes de que supondrá pagar gran parte de la curva de aprendizaje de muchas tecnologías. Así que aprovechemos la oportunidad para ser líderes en producción de bienes y servicios que luego podamos exportar a otros países, que recurrirán a las mismas soluciones con unos años de decalaje.
Sin cambiar de sector ni retroceder mucho en el tiempo, en Europa tenemos tanto casos de éxitos rotundos como de tristes fracasos. La industria eólica sería un ejemplo positivo. Empresas europeas, incluidas varias españolas, están en posiciones de liderazgo a nivel mundial a lo largo de casi toda la cadena de suministro. Exportan miles de millones de euros, crean empleo de alto valor añadido y aumentan el peso de la industria en el PIB.
En contraposición, en la industria fotovoltaica desgraciadamente no ha ocurrido igual. La producción y lo que es más grave, la tecnología de los componentes de mayor valor añadido, como los paneles, se ha desplazado a otras geografías, probablemente ya sin marcha atrás.
Por tanto, uno de los riesgos a evitar es una transferencia de riesgos geopolíticos, pasando de la histórica dependencia de la garantía de suministro de combustibles fósiles, a tener una dependencia tecnológica, que puede ser incluso más problemática.
Por eso es tan importante que la política industrial, tanto nacional como europea, no sólo despliegue toda su artillería para que se invierta masivamente en proyectos de descarbonización, sino en toda la cadena de valor necesaria para su desarrollo.
Todas las tecnologías tienen cabida y su despliegue en el tiempo debe evaluarse desde la neutralidad tecnológica, atendiendo a criterios objetivos como el grado de madurez o la aplicación más eficiente, y analizando los beneficios que puede suponer para el conjunto de nuestro tejido productivo. Es importante centrarse en aquellas con elevada especialización que nos permitan diferenciarnos a largo plazo. Es interés de todos que así sea.
En conclusión, todos estamos alineados para lograr la descarbonización. Pero es un camino largo, donde los atajos pueden suponer desagradables sorpresas, por lo que seamos inteligentes y eficientes gestionando su implementación.