Esto supone un cambio en el modelo energético y en el sistema eléctrico desde una topología centralizada y jerarquizada hacia otra descentralizada, con el foco puesto en las redes de distribución, que ahora deben gestionar flujos bidireccionales y gran parte de la generación instalada, y en los consumidores.
Las redes inteligentes se basan en la unión de la capa física con la capa digital. Esta última requiere la sensorización de los activos, aumentando su capacidad de comunicación y habilitando su control y monitorización en remoto, con el objetivo final de lograr el máximo grado de automatización del sistema.
Estas capacidades permiten la integración de nuevos actores descentralizados, como los prosumers (productores y consumidores a la vez), la movilidad eléctrica o el almacenamiento, que a su vez proveen nuevos servicios energéticos, incluso en baja y media tensión, como son la respuesta a la demanda, o la provisión de servicios de flexibilidad y/o balance vía agregación de recursos distribuidos.
Si todo ello se implementase de forma adecuada, se optimizaría la eficiencia, la fiabilidad, la resiliencia y la seguridad del sistema al fomentar la competitividad entre más agentes participando en los mercados que despacharían la energía de forma descentraliza y cerca del punto de consumo, contrarrestando parcialmente la variabilidad de las renovables que podrían poner en riesgo la seguridad y la calidad del suministro.
Toda esta transición supone un reto, debiéndose coordinar las competencias adquiridas por los nuevos actores con las de los agentes tradicionales mediante una normativa equilibrada, que a su vez permita el desarrollo de nuevos modelos de negocio y servicios que consigan la implicación de los clientes.
Para lograr este objetivo, se hace imprescindible el empleo de tecnologías que simulen y permitan desarrollar pilotos regulatorios para planificar, gestionar y ajustar las soluciones en futuros escenarios con cierto grado de incertidumbre antes de implementarlas a escala real en el sistema eléctrico.