Hemos dejado atrás la etapa en la que la inteligencia artificial era solo una promesa tecnológica. Hoy, en el sector energético, ya es una palanca real de transformación. No hay que mirar muy lejos: la IA está impactando en cómo generamos, distribuimos y consumimos energía. Pero más allá de las cifras o las modas, lo relevante es lo que ya está ocurriendo sobre el terreno. Y lo que se avecina es una auténtica reconfiguración del modelo energético tal como lo conocemos. No se trata de una moda pasajera: se está convirtiendo en una herramienta clave para empujar al sector hacia modelos más sostenibles y eficientes.
Lo que sin duda sí parece más impactante es la velocidad a la que está ocurriendo todo este fenómeno. Según un reciente informe de la Agencia Internacional de Energía, las inversiones en IA dentro del ámbito energético se han duplicado en apenas cinco años, y este dato refleja una auténtica transformación en la mentalidad del sector. La IA ya no se ve como una promesa lejana; se ha convertido en una necesidad práctica para afrontar los retos actuales, de modo que el cambio no se percibe como opcional, siendo parte de una evolución inevitable.
Eso sí, es necesario aclarar que esta transformación no ocurre al mismo ritmo en todas partes, con unas grandes corporaciones que están claramente en la delantera, con tasas de adopción que alcanzan el 80% en algunos casos. Las pymes, por el contrario, van a otro ritmo, muchas veces por debajo del 30%, y este hecho no se debe a falta de interés por su parte, sino a barreras concretas que se repiten una y otra vez. No hay una única causa; realmente, se trata de una combinación de factores técnicos, económicos y también culturales.
La primera de ellas es tan sencilla como compleja: ¿cómo se puede aplicar IA en infraestructuras que fueron diseñadas hace décadas? Muchas de nuestras redes siguen dependiendo de sistemas que no estaban pensados para dialogar con algoritmos ni para procesar grandes volúmenes de datos en tiempo real. La actualización tecnológica es costosa y requiere tiempo, formación y, sobre todo, una visión estratégica que no siempre está presente. Además, la falta de interoperabilidad entre sistemas antiguos y nuevos representa un obstáculo práctico que no siempre se resuelve con voluntad.
Soluciones creativas
A esto hay que sumarle una paradoja incómoda: la IA, que podría ayudarnos a ser más eficientes energéticamente, también tiene un coste energético importante, ya que no podemos olvidar que el entrenamiento de modelos avanzados consume grandes cantidades de energía. Para solucionar, o al menos disminuir, este problema, se están explorando soluciones creativas, como instalar centros de datos bajo el mar para reducir el consumo de refrigeración, pero la realidad es que, a día de hoy, la tensión entre eficiencia y consumo sigue siendo un tema pendiente. Sin duda, es una cuestión que plantea interrogantes éticos y medioambientales que aún no hemos terminado de abordar.
También debemos mencionar una trampa silenciosa que hay en toda esta nueva realidad, como son los datos. Por más sofisticado que sea un algoritmo, si lo alimentamos con información obsoleta, incompleta o distorsionada, el resultado será erróneo, y no es una exageración afirmar que la calidad de los datos se ha convertido en uno de los grandes cuellos de botella de la IA en materia de energía. Además, esta dificultad se acentúa en entornos en los que la digitalización ha sido lenta o parcial, lo que obliga a muchos proyectos a empezar por lo más básico: poner en orden la información disponible.
Y, como si esto fuera poco, debemos enfrentarnos al siempre espinoso asunto de la regulación. En Europa contamos con normativas exigentes, como el RGPD, pero esa no es la realidad en muchas otras regiones del mundo. La seguridad de los datos, y la ciberseguridad en general, debería ser una prioridad absoluta para un sector que gestiona infraestructuras críticas. Lamentablemente, no siempre lo es, y a medida que aumenta la digitalización, también lo hacen los riesgos, de modo que en un mundo interconectado, los puntos débiles en un país pueden convertirse en vulnerabilidades globales.
Con todo, los casos de uso que ya están funcionando bien son prueba de que merece la pena el esfuerzo. Las redes inteligentes, por ejemplo, nos permiten una gestión mucho más flexible del suministro eléctrico: son más eficientes y abren la puerta a una integración real de fuentes renovables. En paralelo, el mantenimiento predictivo empieza a consolidarse como una herramienta esencial para evitar fallos, anticipar averías y reducir paradas inesperadas. Lo hemos visto funcionar en parques eólicos, en los que cualquier hora de inactividad representa una pérdida considerable, y estas aplicaciones mejoran los márgenes económicos al tiempo que aumentan la seguridad de las operaciones.
Predicción de la demanda
Otra aplicación clave es, sin duda, la predicción de la demanda: gracias al análisis de datos masivos podemos anticipar los picos de consumo y planificar con mayor precisión. También se están utilizando modelos de IA para supervisar infraestructuras críticas, detectando posibles defectos antes de que se conviertan en problemas. Y por supuesto, la inteligencia artificial está dando un impulso decisivo al desarrollo de energías renovables: desde optimizar el almacenamiento hasta reducir los costes de producción. La capacidad de automatizar decisiones complejas y aprender de los patrones históricos está redefiniendo lo que considerábamos posible.
Mirando al futuro, creo que hay tres áreas donde veremos los mayores beneficios: las renovables, la movilidad eléctrica y el mantenimiento de infraestructuras industriales. Incluso sectores tradicionales como el del petróleo y el gas se están dejando transformar: la IA ya permite realizar simulaciones más seguras y mejorar la exploración de yacimientos sin comprometer tanto el entorno. Esta tecnología, bien aplicada, no está reñida con la transición energética; de hecho, puede acelerarla.
Estoy convencido de que estamos al principio de una gran transformación. Vamos hacia redes eléctricas más inteligentes, mercados energéticos más descentralizados y un uso más racional y sostenible de los recursos. No será un camino fácil, pero lo que es indudable es que la inteligencia, natural o artificial, es al final el mejor motor de cambio, también en el sector energético. Porque al final, cuando hablamos de transición energética, no hablamos de cambiar la energía. Hablamos de cambiar nuestra forma de entender el progreso.